domingo, 8 de enero de 2017

Mi relación con el alcohol - buscándole sentido al sinsentido

De niño siempre me pregunté por la utilidad del alcohol, o cuando menos su razón de ser, y como muchos de mi edad aguardé con entusiasta paciencia mi iniciación en ese elixir exclusivo del mundo de los adultos para adentrarme en sus secretos. No es que me figurara el licor como la hidromiel moderna, una fuente de sabiduría o de arcanos, ni más faltaba, simplemente quería saber a qué se debe la fascinación que despierta.

Llegó la iniciación, en efecto; no así el fin de la espera por descubrir qué hace tan especial empinar el codo. Me percaté entonces que lo que en realidad siempre me interesó no era tanto el licor en sí como su "importancia social", después de todo su presencia en grandes congregaciones en torno a un evento o momento significativo tendía a volverse una omnipresencia. Curiosa me resultó entonces la popularidad de un bebedizo acre al paladar, carrasposo y que además había que beber con suma moderación porque la consciencia se podía diluir en él. Nunca he presentado en público estas inquietudes por no correr el riesgo de parecer un inadaptado social o un moralista, escrúpulo nada infundado toda vez que al común de la gente le resulta impensable separar esta bebida de toda noción de ocio en sociedad. Pero lejos del moralismo, el motor de este cuestionamiento siempre fue el de una inocente curiosidad por penetrar en un misterio popular y participar de él, pues de hecho, mi empeño estuvo desde el principio en adaptarme e incorporar, como mis contemporáneos, el alcohol en la agenda de ocio de mis días de adolescencia, en paladearlo en la barra de muchos bares rock, desde las bebidas más cachesudas a las más populares, y escudriñar entre sus punzadas ardientes ese placer que agolpa a tantos en estancos y cantinas, toda vez que el licor establece un estándar de "normalidad" social. La verdad es que, en lo que a placer a los sentidos respecta, en vano esperé a que el alcohol me hiciera un efecto significativo, más allá de un alegre sopor, una lúbrica sugestión que en gran medida uno mismo se inducía.

Pero tal vez el placer no sea la respuesta, me decía, pues la cultura promueve que el licor, más que de placer, es un combustible para el valor, o así lo muestran infinidad de películas, series, telenovelas, entre otros productos de la industria cultural que reproducen incesantemente, no importa el tiempo o el lugar, al eterno vaquero que se zampa una jarra de cerveza antes de cascar a los malos o de conquistar a la damisela. Ante esta visión del alcohol como incipit de la aventura, pasé de la indiferencia al cauto divertimento, pero ciertamente nunca pude apropiarme ni mucho menos interiorizar un código que si alguna vez se basó en un patrón social real, la cultura mainstream lo mascó hasta convertirlo en un insípido cliché. Y no tanto porque llegue al absurdo de descreer que el alcohol pueda alterar el temperamento de las personas, sino precisamente por lo opuesto: más que infundir valor, el licor tiene el potencial de empujar al consumidor de alta tolerancia a la temeridad, no a un mejor gobierno de sí mismo sino por lo contrario a su abandono, y cuando uno se abandona a sí mismo no hay heroísmo ni villanía, todo es uno solo en proporciones apocalípticas.

Y con esto llegamos a otro de los estímulos para beber alcohol más frecuentes en la sociedad moderna, y que más me han cautivado: el alcohol como huida. No es mi intención discutir en esta entrada si -una vez más- la industria cultural influye o incide en el consumo de alcohol, lo cierto es que este también ha aportado una representación del etílico como medio para ahogar las penas amorosas, especialmente en la música popular, que se refleja en las costumbres sociales. Hay algo que siempre me ha llamado la atención en cualquier grupo en el que me encuentre y se está consumiendo licor, y es el contraste de actitudes que se generan a partir de él. De entrada, el común de los presentes acomete el vaso o la botella con una actitud gallarda, animal, desafiante y al mismo tiempo elegante, como si la mayor de las convenciones sociales de hoy fuera todavía un acto de insurrección o un sello de distinción; pero luego el espíritu va decayendo, los temas de conversación escasean, todos los concurrentes se tambalean indecisos... ¡y es cuándo más alcohol se ingiere! Ya sea para buscar la motivación perdida, o para "tomar las de Villadiego", perderse en el ensueño etílico y así protegerse del silencio incómodo. Como sea, parece que el alcohol es tanto el cuerno que llama a la batalla, como el grito de retirada.

Lo admito, soy más convencional de lo que desearía, pues mi relación con el licor sigue siendo un asunto estrictamente público y socialmente diplomático, y me contento con estar consciente de haberme emancipado solamente del deseo de buscarlo como elemento indispensable para la diversión.

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