sábado, 5 de agosto de 2017

Sense8: ¿Ciencia ficción o didactismo moralizante?



Aclaración: esta entrada no es una reseña sobre la serie Sense8.

Pese a que me considero muy flojo para las series (y la verdad muy pocas me cautivan lo suficiente como para seguirlas), Sense8 fue una de las que incluí en mi agenda a causa de las insistentes recomendaciones de amigos y conocidos, y de la congoja de los seguidores de la serie después de que Netflix anunciara su cancelación con sólo dos temporadas, lo cual no hizo sino intrigarme más: tiene que ser muy bueno algo que merezca semejante duelo, pensé. Me aventuré a verla, por estas razones y porque me la vendieron como una serie de ciencia ficción, y no sé si haya sido conveniente comprar esa idea, pues grande ha sido la decepción.

Sin embargo, algo que rescato a Sense8 es el haberme dado la excusa para desempolvar un tema que hace mucho tenía pendiente, y es mi relación con cualquier expresión cultural que tiene un manifiesto programa ideológico. Porque ciertamente eso es lo que más resalta en esta producción. Desde el primer capítulo, qué digo, desde el intro mismo, se despliega a sus anchas un buenismo progresista marca Playground. Admito que es tentadora la idea de una conexión mental y emocional entre ocho personas repartidas a lo largo y ancho del globo terráqueo, pero su potencial tiende a diluirse en un mar de consignas políticamente correctas que le dan a la serie un tono sentencioso. De todos los temas abordados por Sense8, el de la diversidad sexual es el más machacado, particularmente en las tramas de Nomi Marks, una hacker y bloguera transexual acosada por su familia, y el actor español/mexicano Lito Rodriguez, quien oculta su homosexualidad para salvaguardar su imagen de galán de cine; ambos, en fin, presentados como víctimas de una sociedad intolerante, pero (y es lo que más les interesa enfatizar a los Wachowski) al tiempo miembros de una cofradía de seres que representan el siguiente paso evolutivo de la humanidad: los sensates u homo-sensorium.

Y no es que me oponga a la expresión de la ideología por medio de las artes (porque la realización audiovisual hace méritos para entrar en esta categoría, por si las dudas), lo cual por cierto no tendría mucho sentido porque ésta no sólo es consustancial a la ciencia ficción -que enfoca la realidad desde un ángulo insólito-, sino a cualquier género artístico, a lo que se añade que este trasfondo ideológico se opera muchas veces de manera inconsciente en el artista, como una determinación de su tiempo y entorno. La ideología puede participar del impulso creador, es cierto, como también puede llegar a entorpecerlo cuando no se logra armonizar con la elaboración artística. De hecho, si algo nos han mostrado muchas de las obras maestras de la literatura y las artes plásticas es que el fenómeno ideológico suele caracterizarse por su sutileza y complejidad, algo que subyace y se entreteje con la elaboración estética, perceptible sólo ante la mirada atenta y rigurosa del espectador.

Leer el trasfondo ideológico de Shakespeare o Dostoievski sigue siendo un reto apasionante para el pensamiento precisamente por la densidad de sus obras y la variedad discursiva de sus personajes, como por las distancias cultural y temporal que a muchos nos separa de estos autores. Ahora bien, cualquier intento de justificar este gigantismo de lo político en Sense8 seguramente conducirá a la tradición del llamado "arte comprometido", donde el componente político-ideológico adquiere un volumen mayor en la medida de que es muy consciente de sí mismo. Y es que los siglos XIX y XX no se limitaron a dar al arte estatus de catapulta demoledora del orden establecido: intentaron fijar el rol contestatario como única expresión posible del arte, o la más idónea por su elevado humanitarismo. Pero aún en medio de este empeño por reducir toda expresión artística a panfleto, se pueden encontrar joyas de gran belleza como las piezas teatrales de Enrique Buenaventura, cuyo valor reside menos en sus denuncias de los crímenes del Estado colombiano, que en el esmerado quehacer creativo de este dramaturgo y su escuela de actores. Obras de la talla de Los papeles del infierno redimen al arte comprometido, pues evidencia el triunfo de la voluntad creadora sobre la vulgar instrumentalización política.

Lo cierto es que en algunas latitudes esta politización de las artes ha derivado en una locura unas veces didactizante y otras transgresora, cuando no en una vitrina de egos enfermizos. Nunca he creído mucho en la sensibilidad humanista de los gauche caviar de la música protesta (ni siquiera en mi época más progre), pero reconozco el talento de Joan Manuel Serrat, su destreza para captar poéticamente la condición humana en canciones tan memorables como "Penélope", "Pueblo blanco", "La mort de l'avi" o "Nanas de la cebolla". Hoy, no sólo arrecia la politización de la música en detrimento del ingenio compositivo, sino que ha hecho de la provocación vacía su único sustento, sobra decir a qué agrupaciones de qué Calle y qué número me refiero.

De vuelta a Sense8, el problema entonces no es tanto su mensaje progresista (un reciclaje de Matrix, en buena medida), sino el peso desmesurado que este tiene en el argumento por cuenta de las obsesiones de Lana y Lilly Wachowsky. En contraste con la impecable factura visual, el ritmo de la historia se ralentiza por la sobrecarga de temas políticos. A duras penas la ideología puede constituir en esta serie un reto intelectual cuando las consignas LGBTI, pacifistas, multiculturalistas y pro-legalización de las drogas te estallan en la cara. Los personajes lucen planos y deshumanizados, siempre buenos, siempre guapos, siempre víctimas de la intolerancia, sin más tacha que la cobardía o la pasividad y soltando alguna frase motivacional, como el "orgullo gay" que vocean Nomi y su novia Amanita en el primer episodio mientras tienen sexo, la frase con la que Nomi concluye la discusión del grupo de sensates sobre el miedo en el 4to episodio de la 2da temporada: “Your life is either defined by the system... or by the way you defy the system” ("tu vida puede ser definida por el sistema… o por como desafías el sistema" [el sistema, siempre el sistema]); o el discurso de Lito en el "Gay Pride" de Sao Paulo. Por otra parte, este espíritu de "libertad" que pregona la serie es carta blanca para las reiteradas y excesivas escenas de sexo, sobre todo porque el más mínimo cuestionamiento a este leitmotiv va a ser señalado de albergar un sospechoso conservadurismo, pues el sexo en Sense8 es un discurso político más.

No diría que es mala la historia. Simplemente Sense8 es una serie que exige mucha paciencia del espectador que busca un mundo nuevo que atice su imaginación, y encuentra en su lugar un manual de corrección política. Creo que es difícil esperar que el episodio final de dos horas prometido por Netflix supere esta asimetría y le baje la dosis de moralina.

martes, 18 de julio de 2017

De cortinas de humo y desmoronamiento de utopías

Hay una idea que ronda hace muchos años por los claustros universitarios, las charlas en la calle, o en cualquier escenario comunicativo imaginable en Colombia, según la cual toda referencia mediática a la actual crisis política de Venezuela es una cortina de humo que busca distraer de los problemas de nuestro país. Esta frasecilla de cajón se ha repetido como un mantra, y discurrido con tanta impunidad que ha ido adquiriendo el estatus de axioma en el que nadie se detiene (unos por pereza mental o complacencia ideológica, otros por temor a la controversia) a hacer la más mínima revisión crítica, de tal manera que el tema ha sido proscrito especialmente en espacios donde domina ampliamente la izquierda, como por ejemplo las universidades públicas.

Lo cual no implica en absoluto negar que en Colombia efectivamente se fabriquen cortinas de humo, y que éstas sean a menudo artimañas institucionales, como tampoco se puede negar que “cortina de humo” es en sí misma una denominación política-ideológica empleada por algunos sectores para legitimar o invalidar ciertos eventos. Llama la atención la prontitud con la que muchos izquierdistas suelen aplicar esta etiqueta a toda mención de Venezuela ahora, conducta que, claro está, fue inexistente  en tiempos de la bonanza petrolera en la que todo era loas al “Socialismo del siglo XXI” y a la figura de Hugo Chávez. Es en circunstancias como las actuales cuando la izquierda colombiana desecha su internacionalismo y saca a relucir su dimensión más provincialista, al apelar al interés prioritario de nuestros propios asuntos so pretexto de no inmiscuirse en asuntos internos de otros países, pues arguyen que toda referencia a conflictos foráneos es una maniobra deliberada para evadir nuestra realidad. “Hablemos más bien de los niños desnutridos en la Guajira, los paseos de la muerte o Reficar, y no de otros países. ¡Cortina de humo!”, algo por el estilo suele gritar el progresista colombiano promedio.

¿De quién es el pretexto realmente? Muy poco fiables resultan estos raptos de patriotismo si se pasa revista al recurrente comportamiento mediático de la izquierda colombiana y de sus seguidores. Si Venezuela ahora los vuelca al papel de patriotas, Donald Trump, Siria o Palestina los devuelve instantáneamente al humanitarismo internacionalista. A nadie le es ajeno que el muro fronterizo de Trump acaparó la agenda noticiosa colombiana desde la etapa de campaña electoral, hasta el punto incluso de eclipsar la realidad política del país, y la indignación de estos comentaristas estuvo siempre dirigida hacia el talante anti-inmigratorio del actual presidente norteamericano, pero nunca a la intensidad de su aparición mediática, máxime porque esto les da nueva ocasión de esgrimir su discurso multiculturalista. Idéntico provecho sacaron de la gran cobertura mediática al desastre de Ayotzinapa, al que por cierto no pocos dudaron en comparar con la situación de los derechos humanos en Colombia. Incluso el despliegue noticioso de acontecimientos lejanos al hemisferio occidental es tolerado por la izquierda colombiana sin el más mínimo alegato de evasión mediática, especialmente cuando estas noticias le ofrecen un panorama o ángulo que se amolda a sus posturas políticas: así como el conflicto de Crimea confirmó su sesgo anti-occidental, su odio anti-israelí se alimenta de cada nueva escalada del conflicto en Oriente próximo, como la Operación Margen Protector que, sobra decirlo, es quizá el único momento en que la prensa occidental mira hacia Israel.

Como vemos, el panorama internacional no es necesariamente ajeno a la izquierda colombiana, o para decirlo en sus propios términos, hay cortinas de humo que cuentan con su aval porque les resultan provechosas. ¿Cómo es que de todos los eventos políticos y sociales del mundo, sólo la reseña de los de Venezuela merece ser catalogada como cortinas de humo, siendo este país limítrofe con Colombia, y por tanto, sus problemáticas sociales tienen repercusiones considerables en nuestro país, como el masivo éxodo de venezolanos que huyen de la debacle chavista? La consideración de Venezuela como ventana de distracción para Colombia cabría matizarla: siempre será cualquier noticia de Venezuela cortina de humo en tanto contribuya al galopante descrédito del Chavismo y el socialismo en general.

La crisis de Venezuela es una experiencia que reviste gran importancia en cuanto ha permitido desnudar el espurio humanitarismo de la izquierda latinoamericana, y en lo que a la recepción mediática respecta, su deshonestidad intelectual. No debería sorprender a estas alturas que una ideología que pregona la solidaridad y fraternidad hacia las luchas obreras y estudiantiles de todo el planeta dé la espalda a obreros, campesinos y estudiantes cuando se convierten en víctimas del socialismo, después de todo el pueblo masificado es para tal movimiento sólo un instrumento para llegar al poder. Los adeptos de esta causa en Colombia rechazan la más mínima mención de Venezuela no tanto porque sea una verdadera evasión de los problemas del país, sino porque resulta una coyuntura ideológicamente incómoda de gestionar. En un país como Colombia donde gamonales y apellidos flamantes se rotan el poder, la repartición de la riqueza  y la “justicia social” siguen siendo promesas edénicas que los predicadores progresistas intentan mantener vivas a punta de piruetas argumentales (como William Ospina que después de culpar de la crisis a una conspiración de “poderes mundiales” (típica salida, por cierto) tildó a las marchas de la oposición venezolana de "puñado de ricos"). Hablar del país vecino entonces es hablar del desmoronamiento de una utopía colombiana,  y de otro de los incontables fracasos del progresismo.

domingo, 8 de enero de 2017

Mi relación con el alcohol - buscándole sentido al sinsentido

De niño siempre me pregunté por la utilidad del alcohol, o cuando menos su razón de ser, y como muchos de mi edad aguardé con entusiasta paciencia mi iniciación en ese elixir exclusivo del mundo de los adultos para adentrarme en sus secretos. No es que me figurara el licor como la hidromiel moderna, una fuente de sabiduría o de arcanos, ni más faltaba, simplemente quería saber a qué se debe la fascinación que despierta.

Llegó la iniciación, en efecto; no así el fin de la espera por descubrir qué hace tan especial empinar el codo. Me percaté entonces que lo que en realidad siempre me interesó no era tanto el licor en sí como su "importancia social", después de todo su presencia en grandes congregaciones en torno a un evento o momento significativo tendía a volverse una omnipresencia. Curiosa me resultó entonces la popularidad de un bebedizo acre al paladar, carrasposo y que además había que beber con suma moderación porque la consciencia se podía diluir en él. Nunca he presentado en público estas inquietudes por no correr el riesgo de parecer un inadaptado social o un moralista, escrúpulo nada infundado toda vez que al común de la gente le resulta impensable separar esta bebida de toda noción de ocio en sociedad. Pero lejos del moralismo, el motor de este cuestionamiento siempre fue el de una inocente curiosidad por penetrar en un misterio popular y participar de él, pues de hecho, mi empeño estuvo desde el principio en adaptarme e incorporar, como mis contemporáneos, el alcohol en la agenda de ocio de mis días de adolescencia, en paladearlo en la barra de muchos bares rock, desde las bebidas más cachesudas a las más populares, y escudriñar entre sus punzadas ardientes ese placer que agolpa a tantos en estancos y cantinas, toda vez que el licor establece un estándar de "normalidad" social. La verdad es que, en lo que a placer a los sentidos respecta, en vano esperé a que el alcohol me hiciera un efecto significativo, más allá de un alegre sopor, una lúbrica sugestión que en gran medida uno mismo se inducía.

Pero tal vez el placer no sea la respuesta, me decía, pues la cultura promueve que el licor, más que de placer, es un combustible para el valor, o así lo muestran infinidad de películas, series, telenovelas, entre otros productos de la industria cultural que reproducen incesantemente, no importa el tiempo o el lugar, al eterno vaquero que se zampa una jarra de cerveza antes de cascar a los malos o de conquistar a la damisela. Ante esta visión del alcohol como incipit de la aventura, pasé de la indiferencia al cauto divertimento, pero ciertamente nunca pude apropiarme ni mucho menos interiorizar un código que si alguna vez se basó en un patrón social real, la cultura mainstream lo mascó hasta convertirlo en un insípido cliché. Y no tanto porque llegue al absurdo de descreer que el alcohol pueda alterar el temperamento de las personas, sino precisamente por lo opuesto: más que infundir valor, el licor tiene el potencial de empujar al consumidor de alta tolerancia a la temeridad, no a un mejor gobierno de sí mismo sino por lo contrario a su abandono, y cuando uno se abandona a sí mismo no hay heroísmo ni villanía, todo es uno solo en proporciones apocalípticas.

Y con esto llegamos a otro de los estímulos para beber alcohol más frecuentes en la sociedad moderna, y que más me han cautivado: el alcohol como huida. No es mi intención discutir en esta entrada si -una vez más- la industria cultural influye o incide en el consumo de alcohol, lo cierto es que este también ha aportado una representación del etílico como medio para ahogar las penas amorosas, especialmente en la música popular, que se refleja en las costumbres sociales. Hay algo que siempre me ha llamado la atención en cualquier grupo en el que me encuentre y se está consumiendo licor, y es el contraste de actitudes que se generan a partir de él. De entrada, el común de los presentes acomete el vaso o la botella con una actitud gallarda, animal, desafiante y al mismo tiempo elegante, como si la mayor de las convenciones sociales de hoy fuera todavía un acto de insurrección o un sello de distinción; pero luego el espíritu va decayendo, los temas de conversación escasean, todos los concurrentes se tambalean indecisos... ¡y es cuándo más alcohol se ingiere! Ya sea para buscar la motivación perdida, o para "tomar las de Villadiego", perderse en el ensueño etílico y así protegerse del silencio incómodo. Como sea, parece que el alcohol es tanto el cuerno que llama a la batalla, como el grito de retirada.

Lo admito, soy más convencional de lo que desearía, pues mi relación con el licor sigue siendo un asunto estrictamente público y socialmente diplomático, y me contento con estar consciente de haberme emancipado solamente del deseo de buscarlo como elemento indispensable para la diversión.
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