martes, 16 de agosto de 2011

Regionalismos y demás pendejadas.


Si este mundial sub-20 realizado en Colombia pretendía despertar ese patriotismo marca "Colombia es Pasión", claramente ha fracasado en el intento, en vista de que su único logro ha sido la incitación a los estúpidos regionalismos que desde hace mucho, principalmente a través de redes sociales y foros virtuales, contribuyen a fragmentar aún más a este maltrecho país. Temas como la elección de las sedes, la inauguración que tuvo lugar en la ciudad de Barranquilla, y la transmisión de los partidos son por estos días la chispa que enciende el combustible de las rencillas regionales de las que se desprenden comentarios de esta clase: que la inauguración fracasó porque los costeños son "perezosos" (sic), que si esta se hubiera hecho en Medellín el resultado habría sido distinto (sic), que hay mucho centralismo en la emisión de partidos ya que la mayoría son en Bogotá, que la "rosca del eje cafetero" le arrebató la oportunidad a ciudades más importantes como Bucaramanga o Cúcuta de ser sedes del campeonato (sic), entre otros alegatos que solo supuran bilis e ignorancia y que confirman que el regionalismo no es más que una tara mental que priva a quien la padece de la objetividad y la cordura.

Puede que para los que tanto defienden el regionalismo todo lo anterior suponga una afrenta contra lo que en su criterio solo ofrece "efectos benéficos", pero la verdad es que no es mucho el esfuerzo que se requiere para discernir entre el sentimiento que debería vincular productivamente al individuo con el suelo en que nació, y el anormal/irracional/aberrante afecto por el terruño cimentado únicamente en un morboso desprecio por lo que reside o proviene de afuera de él, que es lo que comúnmente se acepta por regionalismo en Colombia, germen de una avalancha de grupos y páginas en Facebook que se dedican a propagar esa hiel con niveles crecientes de racismo. Una buena cantidad de bogotanos, por ejemplo, de esos que creen que la capital es la única ciudad que existe en el país, suelen distinguir entre dos grupos de personas en Colombia: los capitalinos "cultos y educados" y los provincianos "incivilizados", mientras no pocos paisas se ufanan en el convencimiento (bastante sobredimensionado por cierto) de que son los únicos que trabajan en Colombia, que son los más de los mases y que albergan una cualidad genética ancestral que los singulariza, a pesar de que hace muchos años la realidad demográfica de su región hace de esta obsesión por parecer "más vascos" un mal chiste. Cabe anotar que en el acicate de ese chauvinismo xenofóbico también tienen su cuota de responsabilidad la prensa deportiva (considerando la estrecha relación del fútbol colombiano con el regionalismo) y canales como RCN y Caracol, siempre conocidos por resistirse a introducir mayores ingredientes culturales en su parrilla televisiva en lugar de realities insustanciales como "el Desafío de las regiones" o novelas llenas de estereotipos regionales ramplones.

Otra razón que me impele a detestar esta enfermedad del regionalismo es el lavado de cerebro que inevitablemente ejerce sobre quienes fueron criados con él. En Colombia es habitual que ese sentimiento magnifique los atributos o las virtudes de ciertas regiones a los ojos y a los oídos de sus habitantes y oculte sus tachas, lo que les hace pasar del simple arraigo a una engañosa sensación de superioridad. De ahí que muchos interpreten los logros de su región como "sus" logros personales y al mismo tiempo como una autorización implícita a desdeñar de todo lo demás, pese a que la simple realidad pulveriza esa idea: los logros de terceros, por mucho que se esfuerce la imaginación, nunca serán logros propios por el simple hecho que compartan el mismo origen territorial; un edificio corporativo, un sistema de transporte, jamás llegarán a ser posesiones personales. Los regionalismos, en últimas, al igual que los nacionalismos, solo son refugio de mentes desposeídas de voluntad y amor propio. Colombia siempre ha sido un país pobre en autoestima; Colombia es pasión después de todo.

"Cuantas menos razones tiene un hombre para enorgullecerse de sí mismo, más suele enorgullecerse de pertenecer a una nación"


Arthur Schopenhauer

viernes, 12 de agosto de 2011

Inmune a la vergüenza


El "honorable" Congreso colombiano, el mismo que no termina de atravesar por el vergonzoso proceso de la Parapolítica, el mismo que aún proporciona sus poltronas a los implicados en el escándalo de DNE y el mismo que se postró a los pies de Uribe y le entregó la poca dignidad que tenía (si es que le quedaba) a cambio de toda clase de prebendas, contempla hoy la posibilidad de revivir la impunidad inmunidad parlamentaria (en la que Pablo Escobar aspiró a ampararse cuando todavía regía la Constitución de 1886) gracias a la iniciativa del sub-judice Juan Manuel Corzo, actual presidente de la institución y miembro del decimonónico Partido Conservador, investigado por la Corte Suprema y la Procuraduría.

En un muy mediocre intento por dorar la píldora, Corzo propone este Proyecto de Ley con el argumento de que "hay que fortalecer al Legislativo frente al notable desequilibrio entre las ramas del poder". Sin embargo, a pesar de estas glosas, la asociación de este Proyecto de Ley con todos los escándalos de corrupción que han mancillado la reputación del Congreso en los últimos años, y específicamente con los procesos judiciales que tienen a 45 parlamentarios al borde de la desesperación (entre los que se cuenta el mentado presidente y ponente del proyecto) es evidente.

¿A quién pretende engañar el señor Corzo? ¿Por qué situar la preocupación por el "desequilibrio entre los poderes" justo en el momento en que las investigaciones de la C.S.J. amenazan con despojar de su investidura y curul a él y sus compañeros? ¿Es tan grave su situación jurídica que la doble instancia que recién propuso el Consejo de Estado no supone para ellos una garantía fiable?

sábado, 6 de agosto de 2011

El Arte de habitar

Siempre he visto en la diversidad cultural y étnica de Colombia, así como en la exuberancia de su flora y fauna, un tesoro mucho más invaluable que todas las reservas minerales o extensiones de tierra fértil que tanta codicia despiertan en unos pocos; riqueza no valorada por cuanto no es bien entendida. La discordia, entre tantas otras calamidades, es la que más encuentra en estas tierras fecundas en rencor el alimento necesario para sobrevivir y reinar al paso de los años, palpitando con furia en lo que llamamos regionalismo por fuerza de la costumbre por no darle la denominación de xenofobia que reclama: ese odio maniático a todo lo que mora, crece o respira fuera de la región natal; la extraña veneración de lo propio estimulada por la tirria a un acento diferente, a un folklore diferente, mientras se alucina con un espejismo de prosperidad. Este país empezará a transitar por verdaderas sendas de progreso cuando nos entendamos como lo que somos y lo que podemos llegar a ser, una heterogeneidad orgullosa y tolerante. En la siguiente columna publicada en EL Espectador titulada "El Arte de habitar", William Ospina realiza una magnífica radiografía de la complejidad cultural del país, cuya lectura recomiendo:



31 Jul 2011 - 1:00 am

William Ospina

El arte de habitar

Por: William Ospina

Uno de los primeros deberes de la educación es enseñarnos a habitar el territorio, pero Colombia es un extraño país con el que no es fácil familiarizarse.


Este territorio es una suerte de rompecabezas y los mapas muestran apenas una parte de la realidad, un aspecto de las cosas que existen. Para entender un mundo hay que superponer mapas de suelos, de cultivos, de climas, de cursos de agua, de fenómenos atmosféricos, de períodos históricos, de poblaciones, de culturas. Como diría Borges, el mejor mapa es la realidad y el mejor aprendizaje la vida misma.

Mirando el mapa, uno creería que Medellín y Santafé de Antioquia tienen muchas cosas en común, pues pertenecen al mismo departamento. Lo mismo podríamos creer de Cali y Buenaventura, de Popayán y Guapi, de Pasto y Tumaco, de Manizales y La Dorada, de Bogotá y Girardot, de Tunja y Puerto Boyacá, de Bucaramanga y Barrancabermeja. Pero en más de un sentido no hay sitios más distintos.

Se diría que Colombia es varios países, que cada uno llega a cierta altura. Un país desde el nivel del mar hasta los ochocientos metros: de mares, de ríos, de lanchas, de luz madura, de sensualidad a flor de piel; otro país desde los ochocientos hasta los mil seiscientos: de bosques floridos, de cafetales, de platanales, de ciudades llenas de vegetación; otro de los mil seiscientos para arriba: de abismos, de niebla, de lloviznas, de páramos, de pueblos sombríos, de montañas misteriosas y de nieves perpetuas. Por eso las ciudades que se parecen entre sí y parecen pertenecer a la misma región son Pasto y Tunja, Cali y Villavicencio, Leticia y Magangué, Medellín y Armenia. Y lo que parece un error son más bien las divisiones políticas dictadas por la mera cercanía física.

Durante mucho tiempo Bogotá gobernaba el país como si todo estuviera a dos mil seiscientos metros de altura, como si aquí no hubiera tierra caliente, ni selvas, ni caimanes, ni anacondas, ni guacamayas, ni hormigas arrieras. Como si aquí no hubiera comunidades indígenas, ni descendientes de esclavos africanos, como si no se hablaran ochenta lenguas distintas, y Colombia fuera un país de gente blanca, católica, europea; de muebles vieneses y humor británico; de gabardinas y paraguas negros bajo una lluvia eterna y gris. Los presidentes de la República visitaban a veces con sus ministros a Cartagena o a Mompox enfundados en sacolevas negros, y la gente no acababa de saber qué velorio era aquel.

Aquí basta viajar tres horas en cualquier dirección para encontrarse en otro país: para ir de la resolana a la niebla, de la alegría a la melancolía, de la extroversión al silencio, de las praderas a los abismos, de la selva al desierto, de la sequía a la inundación. Todo esto parecería un problema y una dificultad, pero es todo lo contrario: una lección de riqueza y, bien leído, bien entendido y bien celebrado, ha debido enseñarnos hace tiempos el respeto de la diversidad, la alegría de la pluralidad, la belleza de los contrastes. No hay nada más diverso, más entretenido, que viajar aquí diez horas por tierra, de Bogotá a Cali, de Medellín a Cartagena, de Bucaramanga a Santa Marta, de Buenaventura a La Dorada 

Colombia es exuberante, pero ¿cómo sería cuando el río Magdalena estaba lleno de caimanes, cuando la sabana de Bogotá estaba llena de venados, cuando por los cielos de Cundinamarca cruzaba el vuelo enorme de los cóndores que le dieron su nombre? Porque Cundinamarca significa, o significaba, “el país de los cóndores”.

Hemos tenido pésimas costumbres, y quizá la peor es la manía de exterminar la fauna silvestre. Uno de los peores vicios que llegaron de Europa fue la cacería inútil: empezaron su trabajo los rifles y las carabinas, y no quedó un tigre en Risaralda, ni un armadillo en Caldas, ni un saíno en Córdoba, ni un cóndor en Cundinamarca, ni un venado en la Sabana, ni un caimán en el Magdalena ni una babilla en el Cauca, ni una anaconda en el Meta. Y mejor no recordemos que hace un par de generaciones aquí no había muchacho que no llevara una honda de hilos de caucho para derribar pájaros por gusto.

No nos enseñaron que Colombia es el país con mayor variedad de aves del mundo, y que teníamos la oportunidad extraordinaria de convertirnos en grandes ornitólogos, observadores y conocedores de muchas especies de pájaros, o ser como Matiz y Rozo, los artistas de la Expedición Botánica, de quienes dijo Humboldt que eran los mejores dibujantes de plantas del mundo. Mejor les hubieran regalado a los muchachos binóculos para que se asombraran con los colores de los plumajes, con las formas de los azulejos y los toches, de los sinsontes y los carpinteros, de las torcazas y los barranqueros, en vez de reaccionar ante cada trino del camino con una piedra infame.

No hemos sido suficientemente agradecidos con la tierra en que vivimos. No le dan a uno el paraíso para que lo arrase, sino para que lo cultive y lo dignifique; no le dan tantos climas para que uno simplifique el mundo, sino para que comprenda su riqueza; no le dan tanta variedad de árboles para que uno convierta el hacha en el símbolo de una cultura, sino para que aprenda los nombres y las propiedades, las diferencias de las maderas y de las hojas.

Porque hay maderas balsámicas, como las llamaba Aurelio Arturo, y hay maderas dóciles al arte; y cuando es preciso derribar un árbol por alguna razón importante, hay que saber agradecer por él y convertirlo en objetos nobles. Hay árboles que entienden de música y árboles que saben de amistad, hay maderas que perfuman el mundo y cortezas milagrosas que curan y que enseñan.
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